Nos enseñaron que no se debía copiar. Que era muy feo copiar. Y en los exámenes al que copiaba se le suspendía (aquí la consecuencia es lógica se hacían trampas).
Copiar, más bien imitar, es un mecanismo innato del ser humano para el aprendizaje. Como buenos mamíferos imitamos y aprendemos de quienes conforman nuestro entorno.
Dime con quien andas y te diré como eres decían los abuelos.
Nos solemos mimetizar bastante para adaptarnos al entorno, tanto que llegamos a construir creencias tan consolidadas que nos hacen identificarnos plenamente con aquello que hemos creado y nacen las tribus urbanas, las modas, las tendencias…
Como grandes imitadores nos fijamos en lo que hacen los demás para hacerlo. No tiene nada de malo es una manera de aprender. ¿Cómo lo haces? Y luego lo hacemos nosotros. Tan sencillo como observar y observar eficazmente.
Más el problema surge cuando el mecanismo de aprendizaje por imitación se desborda, toma el absoluto control de nuestras vidas y nos hace uno más, nos hace «uno más del montón», como nos decían para animarnos a destacar.
Nuestros hijos aprenden por imitación y sus primeras presas de la observación, sus primeros maestros somos los padres.
Imitar hay que imitar pero de manera consciente. Saber y darme cuenta de que imitó y quiero imitar con un espíritu agradecido a quien antes descubrió la senda y ahora yo, más fácilmente, puedo andar el camino.
Somos máquinas de copiar e imitar la diferencia entre unos y otros es el para que, el por qué y el cómo. Y sobre todo, desde dónde…