Crónicas de un Pueblo (XV)
Hace dos años volví al pueblo para estar antes de las Fiestas en compañía de las gentes que lo habitan, disfrutar de su esencia más pura y convivir con sus hábitos y tradiciones. Aprendí mucho y compartí toda la sabiduría que durante los quince días que estuve pude aprehender, es decir, no aprender, sino aprehender, que supone quedarse con lo que te enseñan como propio.
Ahora vuelvo para las Fiestas. Un período bullicioso y de mucha algarabía que cuenta con la participación de los familiares ausentes durante el año, la unión de las familias dispersas, en fin, el pueblo recobra el esplendor de sus mejores tiempos y parece un campo de trigo lleno de amapolas rojas, bello y sorprendente pero efímero. No obstante es toda una experiencia.
Contemplar y meditar en medio del caos es el reto de cualquier iniciado en el camino de la consciencia, y pese a que muchos piensan que quienes meditamos necesitamos retiro y silencio durante el proceso contemplativo y meditativo, durante estos días me dispongo a compaginar bullicio, ruido y multitud, con presencia y consciencia.
A ello me ayudan los más ancianos del lugar. Ellos acostumbrados a la tranquilidad y el silencio durante el resto del año se disponen a recibir con los bazos abiertos a hijos, hijas, nietos y nietas, cuñados y cuñadas, yernos, nueras y demás parentela que dispondrán de la casa, los enseres, las viandas y cuanto haga falta para que se encuentren bien, pues así lo disponen y decretan quienes los esperan año tras año en el pueblo.
Los productos del silencio y la consciencia y el amor, que han madurado durante semanas y meses en las bodegas y despensas cubrirán las mesas de colorido y alegría culinaria para delicia de quienes han olvidado el sabor de lo manufacturado con la delicadeza de las manos amorosas de las madres, pues pese a quien pese, en nuestros pueblos aún hoy el amor en la cocina es cosa de madres, mujeres recias y fuertes, cuya feminidad no duda nadie, que son el sostén de la familia y los pilares de una sociedad que quiere aparentar ser masculina pero es femenina, en esa feminidad que durante siglos, de manera discreta y silenciosa ha gobernado la vida desde las alcobas, pasando por las cocinas.
Nos disponemos a disfrutar por unos días de la acogida que solo un madre sabe dar, por eso volvemos a la madre tierra con tanta necesidad, pues ella es la única que provee de cuanto necesitamos. Y ahora a desayunar con leche recién ordeñada, los mantecados, sobaos, bollos, magdalenas y moritos que semanas atrás han sido confeccionados con tanto amor, que alguno aún nos hacen emocionarnos al ser degustados.